
La inocencia de Uribe Vélez y el colapso de las garantías Primero que todo, quiero puntualizar y dejar clara una idea que ilumina mis más íntimas convicciones y cada una de las subsiguientes afirmaciones: respeto la decisión de la juez Sandra Heredia, aunque no la comparta.
Vivimos en un Estado de Derecho, y bajo esa premisa, las decisiones judiciales deben acatarse y respetarse. Pero también, y con el mismo rigor, pueden y deben ser cuestionadas cuando despiertan dudas fundadas sobre su legitimidad, su solidez jurídica y su motivación.
El pasado lunes 28 de julio, Colombia entera tuvo la oportunidad de visualizar una audiencia programada para conocer el sentido del fallo en el caso del expresidente Álvaro Uribe Vélez. Se trató de una audiencia particularmente atípica, sui generis y exótica. Más allá del sentido del fallo, la Juez se extendió en una jornada que duró casi 12 horas, lo cual es absolutamente anormal, pues una cosa es el anuncio del sentido del fallo y otra cosa, el fallo en sí mismo considerado.
Estas audiencias generalmente no se extienden más allá de 30 o 40 minutos. No obstante, lo anterior, habiéndose citado a una nueva audiencia para el viernes primero de agosto, con el fin de dar a conocer el contenido del fallo, la Juez paradójicamente en esta oportunidad se abstuvo de dar lectura al mismo, lo cual vulnera las garantías procesales de los sujetos procesales especialmente de aquellos que resultan afectados con el alcance de la decisión. Se presentó un resumen de la sentencia de 1114 páginas, que impuso una pena de 12 años de prisión domiciliaria, pena esta equivalente a 144 meses la cual resulta a todas luces exagerada y desproporcionada, lo cual se verifica y corrobora, cuando se contrasta con la solicitud que había hecho la propia fiscalía, que en efecto había solicitado 108 meses de prisión, por la comisión de tres delitos, lo que equivale a nueve (9) años.
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La Señora Juez declaró responsable penalmente a Uribe Vélez por los punibles de soborno en actuación penal y fraude procesal. Por su parte lo absolvió del cargo de soborno simple. Pues bien, no es fácil procesar la magnitud de lo ocurrido. Más allá de simpatías políticas o afectos personales, lo que está en juego de un lado es el respeto por la institucionalidad, institucionalidad esta que en momento alguno puede llevarse por delante derechos fundamentales como el debido proceso, o garantías mínimas que son esenciales e inherentes a la justicia misma. Y es que lo que se vivencia en el denominado proceso del siglo, va más allá de la personalidad de quien estaba siendo enjuiciado.
Tiene implicaciones directas sobre la calidad del sistema judicial colombiano, sobre los límites del poder punitivo del Estado y sobre la legitimidad de los precedentes que de aquí en adelante se podrán invocar. Y es que realmente hay aspectos del fallo que, como ciudadano, como abogado, como legislador y como defensor del Estado de Derecho, me resultan profundamente preocupantes. En primer lugar, la Señora Juez a lo largo del juicio pronunció expresiones francamente innecesarias que desentonan con la majestad de la justicia: Recuerdo cuando increpó al representante del Ministerio Público, sugiriendo que hacía las veces de auxiliar de la defensa. O cuando trató de justificar su proceder reivindicando un discurso de ideología de género que no venía al caso; o cuando para dar mayor valor al testimonio de Juan Guillermo Monsalve, lo elevó a la categoría de mártir, despreciado presuntamente por su familia; o que tal, cuando le recordó al expresidente su consigna de trabajar, trabajar y trabajar, para justificar así, que el término de cinco días para sustentar la apelación podría ser suficiente, aunque terminó extendiéndolo a siete.
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De otro lado, no se compadece la cuestionada decisión, con la jurisprudencia reiterada y pacífica, al aceptar como válidas interceptaciones telefónicas ilegales, pues no habían sido obtenidas como producto de una orden judicial previa; peor aún, cuando algunas de las conversaciones que sirvieron como prueba se dieron dentro del marco del secreto profesional entre cliente y abogado, las cuales están protegidas por el artículo 74 de la Constitución Política.
Alegó la señora juez la figura del “hallazgo inevitable”, doctrina esta que no se puede anteponer a aquella del fruto del árbol envenenado, que en este caso sugiere, que toda la Información obtenida de las interceptaciones que son el fruto, no podrías utilizarse, en tanto las grabaciones se asemejan al árbol, que se entiende envenenado, en tanto las escuchas se obtuvieron sin orden previa que las autorizarse. Además, la juez justificó la ruptura del secreto profesional entre abogado y cliente, bajo el supuesto de que dicha relación encubría una dinámica delictiva. Sin embargo, no se presentó prueba suficiente que soportara esa afirmación.
Se invirtió entonces de manera peligrosa la presunción de inocencia, entronizando la presunción de culpabilidad; en vez de presumir la legalidad de la relación abogado-cliente, se parte de la presunción infundada de que se trata de una relación de suyo criminal para validar interceptaciones. Razonamientos como este, ponen en jaque la posibilidad de una defensa técnica real, llevándose por delante el mandato constitucional citado, anteponiendo la arbitrariedad bajo el ropaje de una muy, pero muy discutible interpretación judicial. A esto se suma la valoración de un testimonio como el de Juan Guillermo Monsalve, quien para la Juez del caso es un angelito, digno seguro de toda consideración, y credibilidad pese a haber sido condenado a 44 años de prisión por secuestro extorsivo. Su testimonio es más creíble que el de su propio Padre y hermano mayor, quienes son hombres de bien que jamás han sido procesados y menos condenados.
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Según el testimonio del padre de Monsalve, el senador Iván Cepeda ofreció beneficios a cambio de declarar contra Uribe, no obstante, tal testimonio fue ignorado por completo. Legitimo es entonces preguntarnos, sí en el nuevo estándar probatorio que parece imponerse, los antecedentes penales o los intereses detrás de los testigos han dejado de importar. Pero hay más. La sentencia fue acompañada de decisiones que, en la práctica, vulneran la presunción de inocencia. Aunque no se emitió una orden formal de captura, la jueza ordenó la internación domiciliaria del expresidente. Esta medida, en una condena aún no ejecutoriada, va en contra de la jurisprudencia constitucional y convencional, que protege la libertad personal mientras no exista una condena en firme.
El argumento de que se trata de una medida proporcional pierde fuerza cuando se analiza el fondo: se está restringiendo la libertad con efectos punitivos antes de que el proceso culmine. Muy a pesar de que la propia juez reconoció que el procesado había comparecido en todo momento al proceso. Peor aún fue la insinuación de la juez durante la audiencia del primero de agosto, al señalar sin pruebas a los hijos del expresidente Uribe como presuntos responsables de una supuesta filtración del contenido de la sentencia. ¿Qué tipo de justicia se permite lanzar imputaciones morales en medio de una lectura de fallo, sin evidencias, sin apertura formal de investigación, y con evidente carga política? ¿A quién le servía que esa acusación fuera titular nacional al mediodía? A nadie diferente que a los mismos sectores que hoy celebran una condena no como un acto de justicia, sino como una victoria ideológica.
Y es aquí donde el proceso se convierte en un símbolo. Lo que está ocurriendo con Álvaro Uribe no es un caso aislado. Es una advertencia. Si se valida el uso de pruebas ilegales, si se relativiza el principio de legalidad y la presunción de inocencia, si se ignoran las garantías fundamentales en nombre de un supuesto interés superior, entonces nadie, nadie está a salvo. Las decisiones tomadas en este proceso pueden ser utilizadas como precedente en futuros casos, donde cualquier ciudadano —sin importar su nombre— podrá ser juzgado sin las mínimas, óigase bien, sin las mínimas garantías que aseguran un juicio justo. Por supuesto, aún queda camino. El expresidente Uribe tiene derecho a apelar y de qué manera lo hizo en ejercicio de su defensa material. Esa apelación será evaluada por un tribunal de segunda instancia, donde esperamos que se restablezca el orden legal, se revisen las inconsistencias del fallo y se corrijan las desviaciones jurídicas que empañan este proceso. Mientras tanto, es importante aclarar que la presunción de inocencia de Uribe sigue vigente, pues la cuestionada decisión, no está en firme, ni es la última palabra. Esto así le duela al Presidente Petro, a quien le gustan las decisiones judiciales que afectan a sus enemigos políticos, pero no así la que controlan los desmanes de su nefasto gobierno.
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Y aunque Petro quisiera que Uribe se retirara del escenario político y se dedicará a consentir a sus nietos, lo que no sabe es que sus presiones y provocaciones lo que hacen es llenarnos de fuerza y vigor, para seguir trabajando por Colombia, en el afán de tratar de evitar que el mandatario en funciones siga destruyendo nuestra Patria, como lo ha venido haciendo durante los últimos tres años. Téngase presente que medida de reclusión domiciliaria no implica una abolición de sus derechos civiles, aunque sí impone restricciones a su movilidad. Pero más allá de lo legal, está lo humano y lo político. Quienes acompañamos al expresidente Uribe no lo hacemos solo por lealtad personal o partidista. Lo hacemos adicionalmente porque vemos en este caso una amenaza real al equilibrio de poderes, a la independencia judicial y a los principios constitucionales que rigen nuestra democracia.
Lo hacemos porque, mientras él enfrenta una sentencia, Miguel Uribe Turbay —su discípulo político— se recupera de un atentado vil que también tiene un trasfondo político. Y lo hacemos porque creemos que Colombia merece una justicia que no tenga dueño, que no se imparta con cálculo, ni mucho menos a manera de venganza, revancha o con sustrato retardatorio. En estos días difíciles, el respaldo de los colombianos ha sido conmovedor. Hemos sentido el abrazo sincero de millones de personas que, más allá del ruido mediático, entienden lo que está en juego.
No es solo la suerte de un hombre. Es el futuro de un país que no puede permitir que la justicia se convierta en instrumento de persecución. Es el grito de quienes claman por recuperar la institucionalidad, la seguridad y la esperanza. Y es que vivimos y asistimos ante una paradoja dolorosa. Mientras en Venezuela se consuma una dictadura con apoyo de facto, aquí, en nuestra democracia formal, se persigue judicialmente al hombre que derrotó al terrorismo y devolvió la tranquilidad a millones. Mientras Uribe hoy está privado de su libertad como producto de la decisión injusta de primera instancia, aquellos a quienes combatió con su política de seguridad democrática, gozan de curules en el congreso de la República, sin haber pagado ni un solo día de prisión hasta la fecha, ni mucho menos indemnizado a las víctimas.
La verdadera justicia no necesita adornos ni aplausos. No se construye sobre la retaliación ni se fundamenta en prejuicios. Se sostiene en hechos, en pruebas legítimas, en garantías inviolables. Y eso es, precisamente, lo que hoy extrañamos más que nunca. La historia, como siempre, pondrá las cosas en su lugar. Pero mientras llega ese momento, nos corresponde alzar la voz, actuar con firmeza, y defender sin vacilaciones la legalidad. Porque sin justicia verdadera, no hay democracia. Y sin democracia, no hay futuro.