OPINIÓN | Escándalo de Corrupción de la DIAN «Salpica» al Presidente Gustavo Petro.

En Colombia estamos viviendo un guion repetido, pero más descarado: un gobierno que ha hecho de la corrupción un método de operación hoy pretende repetir proyecto político con Iván Cepeda como sucesor, un Senador cuya trayectoria ha estado marcada por su cercanía política, ideológica y testimonial con las FARC. Es la continuidad perfecta para un modelo que combina impunidad, radicalización y captura institucional.

El nuevo escándalo que sacude a la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN) ya no es solo una tormenta administrativa: se ha convertido en una prueba directa de cómo la Casa de Nariño utilizó al Estado para pagar favores, acomodar fichas y blindar intereses oscuros. Y no lo dice la oposición. Lo revelan chats, correos, testimonios bajo juramento y declaraciones entregadas a la Corte Suprema de Justicia.

El exdirector de la DIAN, Luis Carlos Reyes, y la entonces directora del DAPRE, Laura Sarabia hoy embajadora en Londres, confirmaron que el presidente, si, el Presidente Gustavo Petro, ordenó personalmente el nombramiento de Gladys Reina Villavicencio en la DIAN de Buenaventura, una de las plazas más sensibles del país por el contrabando.

Lo hicieron a pesar de las denuncias formales, enviadas incluso a la Presidencia, que advertían sobre presuntos vínculos con el zar del contrabando, Diego Marín Buitrago, alias Papá Pitufo. Es decir: no fue un descuido. No fue un error. Fue una instrucción presidencial.

El capítulo de la DIAN es particularmente escandaloso porque no se trata de un simple nombramiento dudoso, sino de la posible infiltración directa de redes de contrabando en una de las instituciones que deberían combatirlas.

Gladys Reina Villavicencio la funcionaria impuesta por instrucción presidencial, según Reyes no era una desconocida ni una víctima de “señalamientos infundados”: existían denuncias formales, enviadas incluso a la Presidencia de la República, que detallaban supuestos pagos sistemáticos de coimas provenientes del zar del contrabando, Diego Marín Buitrago, alias Papá Pitufo, un personaje solicitado en extradición por Estados Unidos.

Las comunicaciones reveladas por Semana muestran que esta advertencia estaba documentada, que llegó a las manos del DAPRE y que informaba sobre transferencias ilícitas enviadas a familiares de la funcionaria en el exterior, rastreables incluso por agencias de inteligencia norteamericanas. Pese a la gravedad de los hechos, la respuesta del gobierno no fue investigar, suspender o verificar, sino proceder con el nombramiento en el puerto más estratégico para el contrabando en Colombia: Buenaventura. Este, no es solo un síntoma de corrupción; es la evidencia de un gobierno que permitió que intereses criminales tuvieran línea directa con decisiones de alto nivel.

En un chat del 15 de abril, Sarabia preguntaba sin rodeos: “¿Ya se hizo el nombramiento?”. Reyes responde que sí, que ya firmó la resolución, pero acompañando su mensaje con una alerta: había graves denuncias de corrupción contra la recomendada. La reacción de Sarabia es la fotografía perfecta del modelo Petro: agradece y sigue adelante.

Ninguna pregunta, ninguna pausa, ninguna revisión. El nombramiento había sido ordenado desde arriba, y eso bastaba. Y, según el propio Reyes, ese “arriba” era Gustavo Petro.

Este episodio, que debería escandalizar a cualquier demócrata, se suma a la lista de nombramientos irregulares, contratos cuestionables, infiltraciones, fugas, y un entramado en el que aparecen desde el prófugo Carlos Ramón González hoy refugiado en Nicaragua tras su rol en el escándalo del UNGRD hasta Ramón Davesa, un personaje que grabó videos donde supuestamente devolvían dinero entregado a la campaña presidencial.

No estamos frente a casos aislados. Estamos frente a una corrupción sistematizada, amparada por un relato moralista que se derrumba cada vez que aparece una nueva evidencia. Mientras las pruebas se acumulan, el gobierno se refugia en su libreto favorito: decir que son ataques de la derecha, que es persecución, que todo es un complot. Pero aquí no hay persecución ni teorías conspirativas; hay correos, chats, testimonios y funcionarios del propio gobierno señalando directa y abiertamente al presidente Gustavo Petro.

Es imposible que un gobierno que opera así pueda hablar de transparencia. Es imposible que quienes usaron la DIAN como fortín para pagar favores tengan autoridad moral para hablar de lucha anticorrupción. Es imposible que este modelo pretenda perpetuarse, sin enfrentar el rechazo ciudadano. Y, aun así, lo intenta.

¿Y ese es el proyecto que el gobierno quiere dejar amarrado para los próximos cuatro años? Un país que ya está lidiando con escándalos de corrupción, con infiltraciones, con funcionarios prófugos, con fallas gravísimas en la gestión pública, ahora tendría que enfrentar a un candidato que representa la continuidad radical del petrismo, pero con una carga simbólica aún más divisiva: su cercanía con la guerrilla más violenta del continente. Colombia no puede normalizar que el narcotráfico infiltre los nombramientos públicos.

No puede normalizar que una embajadora reconozca que cumple órdenes presidenciales para ubicar fichas cuestionadas. No puede normalizar que el presidente ordene cargos que acaban en manos de personas con denuncias de corrupción enviadas incluso por agencias de inteligencia internacional. Y no puede normalizar que este mismo gobierno pretenda prolongarse de la mano de un aliado histórico de las FARC.

Este no es un debate ideológico. Es un debate ético. Es un debate institucional. Es la defensa mínima de la República. El gobierno Petro ha mostrado que su discurso anticorrupción fue una auténtica fachada. Los hechos no las opiniones lo ubican como uno de los gobiernos más cuestionados, más infiltrados, más corruptos y permisivos con redes oscuras de poder. Y ahora, quiere heredarnos un presidente que consolide ese modelo. Colombia no puede permitirse ese lujo. Ni institucional, ni moral, ni históricamente.