
Constituyente, la narrativa recurrente de un gobierno inepto.
Ya es costumbre. Cada vez que el presidente Gustavo Petro siente que su gobierno se tambalea, que las promesas se le escapan entre sus dedos y que los resultados no alcanzan a disimular el desgaste, desempolva su viejo expediente político: la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. Es su tabla de salvación, su discurso redentor. Cuando la realidad le exige gobernar, prefiere prometer refundar el país.
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No es la primera vez. Lo intentó con la consulta popular, con su primer anuncio de Constituyente en Cali, con la bandera de la muerte que presentó en la Plaza de Bolívar amenazando al Congreso de la República y en todas fracasó.
Ahora lo intenta desde Ibagué, mi ciudad natal, reuniendo a Tolimenses de diferentes Municipios, traídos en buses, no propiamente de manera espontánea, con anhelo de escuchar a un Presidente que lastimosamente no propuso ni una solución a las diversas y difíciles problemáticas que tiene el Departamento del Tolima.
Llenar plazas con contratistas, aplaudirse con la nómina, inventar una Constituyente y presentarla como “la voz del pueblo” es el manido y recurrente libreto de siempre. Un guion chavista, populista y peligroso que ya hemos visto en Venezuela, Bolivia y Nicaragua.
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El resultado es predecible: instituciones capturadas, economías arruinadas y democracias convertidas en dictaduras.
Pero la estrategia es la misma: darle al pueblo el discurso del poder Constitucional, para convertir su ineficaz gobernabilidad, en una frustración social que culpe a las Instituciones públicas y eso sea su combustible político. Lo peligroso es que esta vez, parece decidido a llevarlo hasta el final.
El discurso presidencial insiste en que la Constitución de 1991, si esa misma Constitución de la que se jactó haber ayudado a impulsar, ya no responde a las necesidades del país. Pero esa afirmación, más que un diagnóstico jurídico, es una coartada política. La Carta del 91 no es un obstáculo: es una de las constituciones más avanzadas del continente, reconocida por su equilibrio institucional y su profunda vocación democrática. A diferencia de la constituyente que Petro pretende imponer, la del 91 nació del consenso, de la fraternidad, no del caudillismo. Fue el producto de una sociedad que buscaba paz, participación y derechos.
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Si algo demuestra la historia reciente es que no hemos agotado las herramientas que nos ofrece la Constitución del 91; el problema no está en la norma, el problema subyace en la voluntad política, que reina por su ausencia en este gobierno del Presidente Petro.
Tenemos mecanismos de participación, de control, de reforma y de vigilancia. Nuestra Constitución es suficiente pero no para la ambiciosa propuesta de Gustavo Petro quien se quiere apropiar de todas las ramas del poder público, aniquilando la separación de poderes y el sistema de frenos y contrapesos, olvidando que la esencia del Estado de Derecho es justamente limitar el poder del gobernante, que como en su caso, se ve con frecuencia tentado a extralimitar sus funciones y sus propias competencias.
Pero resulta más fácil culpar a la Constitución que asumir la responsabilidad de gobernar bien, lo cual supone entre otras cosas, ejecutar los recursos, y evitar la corrupción. Es más rentable inventar un enemigo abstracto, difuso e interno, como puede ser la propia Constitución que juró cumplir y la institucionalidad, que aceptar los errores concretos y la deficiencia de su inepto gabinete. Por eso cada crisis se disfraza de cruzada popular, cada fracaso de revolución popular.
Convocar una Constituyente en este momento no solo es innecesario: es riesgoso. Su origen no sería la unidad nacional, sino la polarización política. Sería una Constituyente nacida de la revancha, no del consenso; del cálculo electoral, no del mandato popular.
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Además, abriría la puerta a una grave inestabilidad institucional, al debilitamiento de los contrapesos y a la manipulación de las mayorías. Petro ha demostrado que su visión de la democracia es plebiscitaria: resolverlo todo a punta de consultas y discursos, sin Congreso, sin Corte Constitucional y sin límites.
Colombia no necesita más normas, sino que las que están hoy vigentes se cumplan. No se requiere una nueva Constitución, sino un buen gobierno. Trabajar para que vuelva la seguridad, como lo pregonaba Miguel Uribe Turbay; recuperemos la confianza, avancemos en el crecimiento y en la inversión, mejoremos la salud y la educación, todo ello no supone cambios constitucionales ni normativos, lo que supone son políticas públicas claras, precisas, inequívocas, y algo de lo que adolece el gobierno Petro, “DETERMINACIÓN”. Ninguno de esos problemas se resuelve cambiando la norma suprema. Lo que requieren, repito, son políticas públicas serias, planeación y suficiente liderazgo.
Petro sabe y es consciente que llega a un 2026, año electoral, con un Congreso adverso, sin mayorías y con un país cada vez más escéptico frente a sus promesas incumplidas. Por eso intenta trasladar la discusión del terreno del gobierno al del mito: del fracaso administrativo al relato constituyente, para movilizar la ciudadanía justificando de paso su ineptitud e inoperancia.
En lugar de rendir cuentas, propone empezar de cero. Esa, esa es la jugada: hacer de la Constituyente el eje de su campaña, dividir al país entre “refundadores” y “defensores del statu quo”, y esconder detrás de esa polarización su incapacidad de gobernar.
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Pero los colombianos no podemos caer en esa trampa. Las elecciones del 2026 no deben ser una batalla por cambiar la Constitución, sino por recuperar el rumbo de Colombia. Allí, allí decidiremos si seguimos por la senda del populismo constituyente o si retomamos el camino de la institucionalidad, el camino de la estabilidad y el camino del progreso.
La verdadera transformación no pasa por una nueva Constitución, sino por elegir un Congreso responsable y un presidente capaz de gobernar sin excusas.
El futuro de Colombia no depende de una Constituyente, sino de nuestra decisión en las urnas.